Los azares del destino quisieron
que me topase, en el nido de necedad y libre opinión sin fundamento que es
Facebook, con un artículo que no sólo aunaba estás características, sino que le
añadía la ignorancia voluntaria de la que hacemos uso habitualmente los españoles
para con nuestra historia. En él, se describían 18 cosas que los españoles
debemos agradecerle a Latinoamérica, entre las cuales podíamos encontrar las
patatas, al guacamole, grandes escritores y directores de cine sudamericanos…
pero sobre todo y lo principal que me ha llevado a escribir estas líneas son
las disculpas por “todo lo que ocurrió en 1492” y “por todos los años de
invasión y expolio injustificado
que vinieron después”.
Como no sé muy bien los motivos
que le llevan a decir que tenemos que pedir disculpas porque unos confusos
marineros castellanos desembarcaran en un trozo de tierra en medio del mar,
creyendo que habían hallado, por fin, una ruta alternativa a la India, me
centrare en lo del “expolio injustificado” y, ya de paso, en lo del genocidio
indígena que tanto mencionaron algunos el pasado 12 de octubre.
Cuando la gente opina sobre sucesos históricos, generalmente comete el error de juzgar el pasado bajo el prisma de la mentalidad actual, formada por todos los derechos humanos conseguidos a lo largo del muy reciente siglo XX. Como se puede comprender fácilmente, esta mentalidad no regía el mundo en el momento del descubrimiento y, por tanto, lo justificado o injustificado, lo justo o injusto, del uso y disfrute de un territorio, lo otorgaba, por ejemplo, la sucesión de la corona a un monarca extranjero, la conquista o, en este caso, el descubrimiento. Sí a esto le añadimos la aprobación de la cristiandad, encarnada en la figura del Papa, la licitación de tales actividades era total e inequívoca.
“Expolio” que resultó beneficioso
para todo el mundo menos para España. Mientras que las repúblicas italianas,
Holanda, Francia o Gran Bretaña, aprovechaban las grandes cantidades de oro y
plata que salían de la Península para fabricar los mimbres que, a la postre,
permitirían el desarrollo del capitalismo y las revoluciones industriales del
siglo XIX, España derrochaba dinero a espuertas en guerras de fe que no
conducían a nada, la arcas de la Corona se vaciaban a cada instante y el pueblo
llano se empobrecía por la galopante inflación y por todos los impuestos
necesarios para que nuestros reyes mantuviesen su dominio en Europa. Situación
de la que se beneficiaron las colonias españolas que recibieron una gran
cantidad de capital humano a los largo de los siglos XVIII, XIX y XX que, sin
duda ninguna, ayudaron a su desarrollo y a su prosperidad. Emigración que nos
permite estar agradecidos por los García Márquez, Borges, Allende, Cortázar,
Bolaño o Vargas Llosa o de que el español sea el segundo idioma más hablado del
mundo.
No soy tan necio como para negar
que existieron abusos, está sobradamente probado, pero considerar estos hechos
como genocidio es, en extremo, exagerado. Tenemos que recordar la figura de
Antonio de Montesinos, fraile dominico, que defendió con vehemencia e
insistencia la igualdad de los indígenas como hijos de dios, oponiéndose a la
esclavitud y los trabajos forzados a los que se habían visto obligados. Gracias
a su trabajo para la defensa de los indios, se promulgaron las leyes de Burgos
o las Leyes Nuevas donde entre otras cosas, se les declaraba como hombres
libres y se instaba a pagarles una justa remuneración por cualquier trabajo
realizado, ya fuese en dinero o especie. No podemos olvidarnos tampoco de la figura
de Bartolomé de las Casas, “Protector universal de todos los indios de las
indias” durante el siglo XVI, que veló por que las leyes antes mencionadas se
implantaran por todo el territorio descubierto en aquel momento. Me hubiera
gustado saber que les hubiera pasado a algún alemán que se le ocurriese pedir
esto para los judíos durante el famosísimo holocausto.
A la defensa de los “indios”
realizada por los frailes desplazados a las Américas, se le une un hecho clave
para entender que el tan mencionado genocidio no tuvo lugar, los escasos
soldados con los que se contaba para realizar la conquista de nuevos territorios
y la defensa de los que ya se tenían bajo dominio castellano en el siglo XVI. La
prueba de esto las podemos encontrar en el hecho de que, por ejemplo, las
conquistas realizadas por Hernán Cortés estuvieran apoyadas por poblaciones
indígenas enemigas del Imperio Mexica gobernado por Moctezuma. Si los
expedicionarios castellanos hubieran ido con la intención de realizar una
“limpieza racial” hubieran tenido harto complicado conquistar territorios
completamente desconocidos para ellos y, probablemente, hubiera sido derrotados
por los habitantes del Yucatán que los superaban en número y en conocimiento
del terreno. Porque, como espero que conozca la gente, las civilizaciones
mesoamericanas no eran pequeñas tribus en las que sus habitantes vestían con
taparrabos y se pasaban la vida bailando en torno a una hoguera, sino que eran
sociedades avanzadas con sus propias idiosincrasias y cuyas construcciones
maravillaron a los primeros colonos.
Algo observable para cualquiera
que sitúe su mirada hacia algún país latinoamericano -en algunos más que en
otros- es el claro mestizaje que ha tenido lugar y sí, alguien sigue obcecado en
el maldito genocidio, sólo tiene que comparar las poblaciones de Ecuador, Perú
o Bolivia con los habitantes de Estados Unidos o Australia. Un mestizaje que
sin duda ha permitido que las antiguas colonias españolas disfruten de una
riqueza cultural inigualable a cualquier otra colonia de cualquier otro antiguo
imperio, y les ha evitado pasarse el día comiendo hamburguesas, perritos
calientes, bebiendo refrescos y tirando cohetes el 4 de julio. Démosle gracias
al mestizaje por permitirnos disfrutar del cebiche, el guacamole o el
charquicán, elaboraciones gastronómicas provenientes de las culturas
prehispánicas.
Puede que, tal vez, y sólo tal vez,
si comprendiésemos que no todo se reduce a eslóganes y a simplezas; si
entendiésemos que todo tiene múltiples aristas, múltiples interpretaciones; si
mostrásemos un mínimo de interés en querer estudiarlas y comprobarlas; Iberoamérica no sería el foco de corruptelas que es, el periodismo patrio sería un servicio publico y no un simple negocio, no habría espacio para
demagogias ni radicalismos, y puede que, tal vez, y sólo tal vez, los
anglosajones no nos barrieran de la pista una y otra vez.